Los últimos datos del Instituto Nacional de la Seguridad Social son elocuentes: la incidencia de las bajas médicas se ha disparado entre los jóvenes (menos de 36 años) y casi duplica a la de los mayores.
El 86% de las incapacidades temporales de los jóvenes corresponden con dolencias temporales, pero la salud mental emerge como la primera causa en las bajas de larga duración y ya acapara el 30% de los procesos.
Conclusión inmediata: existe un malestar creciente entre las generaciones más jóvenes que está repercutiendo en un aumento exponencial de las ausencias al trabajo por enfermedades, un tercio de ellas de la esfera mental.
Mi conclusión (es mi margen de libertad, interpretando subjetivamente el resultado de las encuestas del INSS): mientras nos alientan con conquistas sociales (la reducción de jornada, el incremento de los salarios mínimos, etc…) el disconfort psicosocial (convertido en patología cuando traspasa el límite de la descompensación psicológica) está alcanzando cifras epidémicas.
Es urgente repensar el mundo del trabajo. Sí, esa actividad emancipatoria y sublime para la construcción de la autoestima personal, cuyos nobles valores estamos perdiendo de vista.
Así nos va en el espejo del INSS: cada vez más jóvenes de baja y cada vez más desesperanzados con la organización del trabajo que ni emancipa cuando no da para pagar las necesidades básicas (el acceso a una vivienda digna es una urgencia nacional) ni tan siquiera remunera con la retribución simbólica de la cooperación y el reconocimiento.
El análisis verdadero no es cuántas bajas hay, sino por qué la gente joven está cada vez más enferma.
Dicen algunos expertos que la pandemia del COVID marcó un hito en el calendario: salimos mal de esa confrontación a la incertidumbre y la soledad.
Pensábamos que aprenderíamos, que seríamos mejores después de tanta sensibilidad a flor de piel, pero fue más bien lo contrario.
Pongo un ejemplo objetivo que tiene que ver con esa retribución simbólica del trabajo: dábamos un espaldarazo desde los balcones a los sanitarios para animarlos en la utilidad de sus cometidos, para luego abandonarlos a su suerte en cuanto salimos del confinamiento. Las condiciones precarias de trabajo y la penuria de la organización del sistema sanitario (con guardias infinitas que faltan al respeto de la propia dignidad profesional) siguen tan latentes como antes.
No aprendemos nada de nada si valoramos el trabajo exclusivamente desde su utilidad. Lo del COVID con los sanitarios, por ejemplo, fue una campaña de usar y tirar.
Si se pierde el sentido psicosocial del trabajo, si no hay remuneración desde el afecto ni fomento de la cooperación y del reconocimiento, ese espejo del INSS estallará en nuestras narices.
El trabajo también consiste en poder crear y amar. Tal vez con el COVID perdimos una oportunidad al no aprender esa lección de vida.
Os propongo que, desde la cooperación y la deliberación colectiva, repensemos el mundo del trabajo.
Que no perdamos «ese tranvía llamado deseo» (de trabajo emancipador y sano). La gran obra de teatro americano de los años 40 abordaba el choque entre la ilusión y el realismo.
En lo mismo estamos.