El trabajo es una confrontación permanente a lo imprevisto. La rigidez de los procedimientos nunca está exenta de la controversia de lo inesperado. El arte de trabajar consiste en mantenerse a flote cuando el error, cualquier imprevisto o incluso el fracaso pueden hacer que se caiga lo planificado.
Cuando después de una experiencia complicada (ese momento en que el margen se estrecha y hay que improvisar un modus operandi que no estaba en los procedimientos) se sale con la sensación de haber dominado la situación, se entra en una zona extraña y casi mágica en la que todo fluye como si el tiempo se retuviera. Más que la compensación del trabajo bien hecho, es la de haber movilizado la inteligencia práctica individual o colectiva para resolver un conflicto, un suceso inesperado, una alteración de los planes, el desequilibrio existente entre lo que se ideó desde la organización del trabajo y lo que realmente ocurrió.
Esos momentos decisivos en los que un trabajador resiste la presión, en los que tiene la impresión subjetiva de dominar el juego, son fundamentales: experiencias sublimes para forjar la autoestima (que es una poderosa herramienta para proteger la salud mental) si cuentan con el reconocimiento de la empresa y los compañeros de trabajo.
En el trabajo todos nos enfrentamos a situaciones donde la presión aprieta y la incertidumbre paraliza. La tensión emocional no distingue profesiones ni contextos laborales. Cada persona tiene un espacio emocional propio en el que rinde mejor: unos necesitan calma, concentración absoluta; otros dicen orbitar mejor en las situaciones estresantes o con ritmos acelerados. Además, cada uno es como es, cargado de su particular y singular mochila emocional.
Ante situaciones difíciles es normal que aparezcan emociones como el miedo al fracaso, la rabia o la tristeza.
Desde mi punto de vista, una de las claves no está en negar lo que sentimos, sino en aprender a gestionarlo con inteligencia práctica. Tan poco ayuda reprimir las emociones como dejar que te dominen.
Los trabajadores de las empresas se sienten estatuas de piedra si estas no se gestionan con sentido psicosocial. Un trabajador o un colectivo que sufrió ante una situación inesperada, imprevista, que lo puso a prueba emocionalmente, sale reforzado si la movilización de su inteligencia práctica resulta reconocida. Es un reconocimiento simbólico, un sello de identidad para una cultura corporativa que estime el valor psicosocial del arte de trabajar.
Este arte de trabajar es un estimulante de la autoestima. La organización del trabajo dinámica que reconoce el desequilibrio entre el trabajo prescrito y la realidad cotidiana permite que cada uno en el trabajo pueda emerger de un bloque de piedra rígido para dibujar su propia identidad a prueba de retos, imprevistos o fracasos.
Lo importante no era el bloque de piedra sino la identidad que subyace a partir de la experiencia y la buena gestión de las emociones.